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LA PALABRA INVITA

LA PALABRA INVITA

miércoles, 16 de mayo de 2007

Celebración litúrgica

CELEBRACIÓN
ADHESIÓN A JESÚS


Monición: En estos días en que está culminando nuestra Pascua de Resurrección, realizamos este Encuentro con el que, papás e hijos, junto a sus guías y catequistas, iniciamos un acercamiento a Jesús, para conocerlo mejor, para aprender de él y para comprometernos con él a continuar su tarea de evangelizar el mundo. Iniciaremos esta Celebración Litúrgica de su Palabra, cantando.

I. Canto de entrada y saludo del celebrante

V. La gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo el Señor, esté con vosotros.

R. ¡Bendito es Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo!

V. Que el Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la Sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos.

R. Amén.

II. Salmo 126. Confianza familiar.

Antífona: Nuestros hijos son la herencia que nos dio el Señor.

v Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles.
Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas.

v Es inútil que madruguemos, que velemos hasta muy tarde.
Que comamos el pan de nuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!

v La herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto de su vientre:
Son saetas en mano de un guerrero los hijos de la juventud.

v Dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba.
No quedará derrotado cuando litigue con su enemigo en la plaza.

Antífona: Nuestros hijos son la herencia que nos dio el Señor.

Oración:

Señor Dios, tú eres el autor de todos los bienes y tú acompañas al hombre que confía en ti y bendices su trabajo, para que durmiendo o velando, de noche o de día, recoja los frutos que necesita para el sustento de su familia. Haz, Señor, que estos padres aprendan de ti a construir la iglesia familiar y que siempre confiados en tu amor, desestimen sus penas y su cansancio porque han puesto en ti su esperanza y así reciban tus bendiciones en esta vida y la recompensa de tu presencia en la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

R.: ¡Amén!

III. La Palabra de Dios

(Invitación. Aleluya. Lectura del Evangelio. Homilía.)

IV. Adhesión y compromiso

Cel.: Hemos escuchado la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo y queremos comprometernos con el cumplimiento de esa palabra durante estos dos años que durará nuestra catequesis. A través de nuestros guías y catequistas, él nos llamará por nuestros nombres y nosotros le responderemos: “¡Presente!” y avanzaremos al frente para dar nuestro testimonio de adhesión a Jesús. Ahora, nos ponemos de pie y expresamos en voz alta nuestra fe y compromiso con Jesús:

Cel.: Nada hay mejor que seguir a Jesús y, unidos a él, construir nuestras vidas. Les invito a dar su testimonio respondiendo a mis preguntas:

  • ¿Creen que Jesucristo es nuestro salvador enviado por Dios a la tierra?
R.: Sí, creo.
  • ¿Creen firmemente en su palabra, en su muerte y en su resurrección?
R.: Sí, creo.
  • ¿Quieren cumplir fielmente su palabra en todos los actos de la vida?
R.: Sí, quiero.
  • ¿Prometen vivir siempre unidos a Jesús en la libertad de los hijos de Dios?
R.: Sí, prometo.

(Se llama a los padres y sus hijos por sus nombres a recibir la imagen de Jesús y el Texto de catequesis)


Cel.: Que Jesucristo les acompañe y guíe en la vida.
R.: ¡Amén!

Cel.: Ahora, les invito a que levantemos la imagen de Jesús y el Libro de catecismo, y que juntos cantemos:
(Canto: “En ti, en ti, Señor, hemos puesto nuestra fe…”; o “¡Yo tengo un amigo que me ama…!”)

V. Preces

Cel.: Y, ahora, estando Jesús en medio de nosotros y nosotros unidos a él, presentémosle nuestras peticiones. A cada una de ella, digamos: “¡Jesús, confío en ti!”

( Se presentan las intenciones preparadas ).

Cel.: Con la misma confianza que tienen los hijos con su padre, acudamos nosotros a nuestro Dios, diciéndole: Padre nuestro…

Finalicemos nuestra celebración diciendo todos juntos la siguiente:

Oración Final:

Padre, mira con bondad a tu familia
y muéstranos tu misericordia.
Danos tu paz, tu amor y tu auxilio.
Envía tu Espíritu sobre nosotros para que,
con un corazón limpio y una conciencia recta,
podamos tratarnos mutuamente con amor auténtico:
sin fraude, sin hipocresía,
sino con la sincera intención
de afirmar los lazos de la paz y del amor.
Porque hay un solo Cuerpo,
un solo Espíritu y una sola fe,
así como hemos sido llamados a una sola esperanza,
de modo que todos podamos llegar a ti
y a tu amor sin límites en Cristo Jesús. Amén.

VI. Bendición y despedida:

El Señor nos bendiga,
Nos guarde de todo mal
Y nos lleve a la vida eterna
(en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo).
Amén.

(Canto final)

RESPÓNDAME, POR FAVOR...! Respuestas a una niña

1) ¿Qué valores le entrega su carrera (diaconado)?
  • Antes de nada, debes tener en cuenta que esta profesión no es como las otras profesiones. Es de ejercicio libre y voluntario, pero hay una dependencia de un Patrón que está permanentemente observando qué hacemos y cómo lo hacemos. No es remunerado con un salario, pero se obtienen a cambio muchas compensaciones espirituales que, a la larga, redundan en la calidad de los beneficios materiales (recibidos como "sobre sueldos", je-je!). De esta condición laboral, se disfrutan los siguientes valores (entre otros):
  • espíritu de servicio: que es muy propio del diácono (que, en griego, significa "el que sirve")
  • espíritu de pobreza: pues el servicio del diácono debe ser gratuito para quienes lo reciben
  • espíritu de solidaridad: es un servicio que supone hacer míos las necesidades y carencias de los demás
  • espíritu de fraternidad: pues en el conocimiento del otro uno descubre cuán semejante es a uno mismo y cómo son de comunes los destinos y las angustias que surgen en el camino
  • espíritu de superación y de crecimiento: pues siempre debemos estar dispuestos a mejorar nuestra capacidad de servicio para así cumplir de la mejor forma posible nuestro trabajo
  • espíritu de paciencia y de constancia: pues casi nunca los resultados de nuestro servicio se producen de inmediato
  • espíritu de desprendimiento y de abnegación: pues siempre deberemos estar dispuestos a renunciar a bienes o derechos personales si ellos dificultan nuestra labor de servir a quien lo necesita.
En fin, todo esto potencia un gran y central valor: amarse a uno mismo y amar a los demás de una forma similar.

2) ¿Ha tenido alguna desilusión con respecto a su carrera?
  • Sí; pues como soy simplemente un hombre, casi siempre espero resultados espectaculares de mi trabajo. Y como no hay tales resultados espectaculares, a menudo caigo en la decepción.
3) ¿Cómo ha sido el trayecto de su carrera?
  • Digo que esencialmente azaroso, pues ha estado jalonado de alegrías y tristezas; de auxilios inesperados y de largos períodos de soledad e incertidumbre.
4) ¿Cuál ha sido su mayor decisión? ¿Le tomó mucho tiempo esta decisión?

La mayor decisión que he tomado —pues cambió mi vida para siempre— fue la de aceptar el llamado o invitación a ser un diácono. Esta invitación llegó repentinamente, inesperadamente; y la decisión de aceptarla fue igualmente rápida: según algunos, actué precipitadamente. Con el tiempo, uno entiende que un llamado o invitación de esta especie no es para ser meditado y darle vueltas y vueltas: se toma o se deja. Y cualquiera que sea la decisión, ésta es para siempre.

5) ¿Por qué decidió ser diácono?
  • Hoy pienso que fue por simple vanagloria, por sentirme más capaz que otros para cambiar tanta cosa mala que creía existía en el mundo. Presumía que, de acuerdo con aquello que se dice de que "en el país de los ciegos el tuerto es rey", ser diácono era como un traje a mi medida y merecimiento. Pero, desde los primeros pasos, entendí que talvez Dios llama al diaconado no a quienes tienen más para dar sino a quienes tenemos mucho que recibir.
6) ¿Qué sintió cuando le dijeron que era diácono?
  • ¡Ah! Como en aquella época era todavía muy lolo, traducido al lenguaje de los lolos de hoy, ganas de gritar: "¡Toma, cachito de goma!". De puro vanidoso, no más. ¿Te imaginai lo que es ser el primero en recibir un título profesional de estas características? Como dirían ahora, me sentí "la raja" ; pero pronto aprendí que no era para sentirse así, pues ya en las primeras tareas ministeriales tuve que reconocer que era caleta de indigno. Y aún sigo siéndolo: "siervo inútil… capaz de hacer nada más que lo que tengo que hacer". Nada extraordinario. Más bien, corrientoncito.
7) ¿Qué antivalores ha notado en su carrera?
  • ¡Puf! Creo que, como a San Juan, me faltaría espacio para enumerarlos. Tanto en lo personal, como en la iglesia misma y, desde luego, en el mundo circundante: egoísmo, personalismo, envidia, rencor, animosidad, incomprensión, afán de notoriedad, de poder, ambiciones materiales… Mejor no sigamos, ¿ya?
8) ¿Qué lo incentivó a ser diácono?
  • Tuve modelos de buenos servidores muy próximos: mi familia, en la que descollaron mis padres, siempre atentos a las necesidades de los demás y dispuestos a extender sus manos auxiliadoras. También los amigos que tuve (Sigisfredo, Juan Alberto, Luchín, la Chila, Alicia, Berenice, ¡la señorita Ita —quien me enseñó a leer y a escribir cuando tenía yo sólo cuatro añitos— y su hermana la Esperancita!, mis profesores doña Berta, doña Alicia (de quien estaba yo enamorado ya a mis 7 años), don Pedro (marxista y ateo, pero ¡qué buen cristiano, sin saberlo él!), el señor Barbieris (mi paternal profesor de francés, siempre alternando su cátedra con la transmisión de valores), don Ítalo (mi profesor de Física y Matemática, amistoso y jovial dentro de su italiana estructura de gigante), la Estercita (¡ah, que linda era, mi profesora de Castellano y Literatura, qué suerte tuve de pololear con ella en mi último año de estudiante de educación media en el Liceo Nocturno); el Padre Alfredo, el cura Bernardino, el padre Gonzalo, los padres Juan y Nelson…, el arzobispo don Alberto Rencoret, ¡y especialmente el padre Benedicto, tan querido y recordado!, las monjitas franciscanas —la Panchita, la Atiliana, la Jesuina, la Rosa María y la María Rosa—. Más cercanamente, mi esposa y su querida familia gracias a ella, doña Pepita, y mis cuatro hijos pequeñitos en esa época pero igual de buenos enseñadores… En, fin, la lista es larga, larguísima, caleta de modelos, como puedes ver: ¿qué podía hacer sino contagiarme de su espíritu de servicio sin medida?
9) Una pequeña autobiografía de usted como diácono y persona.
  • Nací en San Miguel (Santiago) el día de difuntos de 1941; mi padre, Ángel Custodio, obrero agrícola en aquella época, emigrante en busca de mejores horizontes laborales en la gran ciudad, ya era padre de mis dos hermanas mayores —Elsa e Hilia— nacidas del matrimonio con mi madre, Rosalba a la que había conocido en la ciudad de Los Ángeles cuando ella era nana en la casa de sus patrones. A mi madre no la conocí, pues murió a los pocos días de haber yo nacido (pero no por mi culpa, ¿eh?). A cambio de ella, tuve a la mamá Yuda, segunda esposa de mi padre, con la que el viejo se casó cuando yo no tenía aún un año: imagino que de ese matrimonio sí fui yo en gran medida responsable (mi papá no sabía cómo cambiarme los pañales). Tuve siete hermanos más: cuatro fueron mujeres, una ya fallecida. Estudié en Santiago, en la Escuela República de Colombia, y la educación media (Humanística en esos tiempos) en los Liceos Diego Portales, de Hombres Nº 6, y finalicé mis estudios en el Instituto-Liceo Nocturno de San Miguel mientras trabajaba como empleado de ventas en la misma curtiembre en que mi padre era obrero especializado. Careciendo de recursos económicos para seguir estudios universitarios, obtuve un empleo como auxiliar administrativo en la tesorería provincial de Llanquihue, en Puerto Montt, en 1960, el año del terremoto. Aquí conocí a mi esposa, doña Pepita, cuando ambos colaborábamos en la Juventud Estudiantil Católica (JEC). Nos casamos en 1963. Tenemos cuatro hijos, de cuyos matrimonios hemos recibido 11 nietos más otro que viene en camino. Después de varios intentos de terminar carreras universitarias (obstetricia, ingeniería en alimentos marinos, administración) logré, ya harto viejito, mi título de Profesor de Estado en la universidad de Playa Ancha (UPLA). Durante la realización del Concilio Vaticano II, fui invitado por el arzobispo don Alberto Rencoret a integrar como secretario la Comisión del Primer Sínodo Arquidiocesano, junto al Padre Piccardo, sor Atiliana y sor Francisca (la Panchita), franciscanas, y don Alfredo Espinosa, que era Redactor de El Llanquihue. En 1970 fui llamado por el arzobispo Rencoret para el diaconado permanente, restablecido por el Concilio. Fui ordenado el 24 de mayo de 1970 por el mismo arzobispo Rencoret junto al Padre Piccardo, en la Parroquia San Alberto de Crucero, siendo párroco Juanito Espinoza. Como diácono me ha correspondido prestar servicios en distintas parroquias y comunidades. El servicio más prolongado (25 años) ha sido en la Casa San José, junto al fallecido Padre Benedicto Piccardo. Allí sigo aún, con la gracia de Dios y la paciencia (santa paciencia) de las monjitas del San José, y colaborando en la catequesis familiar del Colegio Arriarán Barros.