TU OPINIÓN ES LA MÁS IMPORTANTE

Necesitamos tu opinión para crecer nosotros también. Al final de cada artículo te damos la opción de expresarte. Pincha en "comentarios" y escríbenos tus ideas. ¡POR FAVOR!

LA PALABRA INVITA

LA PALABRA INVITA

viernes, 13 de abril de 2007

Ayuno y abstinencia penitencial

El día 10/04/07, Maritza Fabiola Concha Alvarez . escribió:
Si, Don Sergio es este mi correo, gracias por la preocupacíon; me puede aclarar una dua: ¿Por qué el Viernes Santo no se come carne y si pescado.? ¿De donde viene esta tradición?
..........................................................................

¡Hola, Maritza, te saludos afectuosamente. Aquí va la información solicitada:
..........................................................................

ABSTINENCIA Y AYUNO COMO FORMA PENITENCIAL

La Abstinencia forma parte de los actos penitenciales a que están obligados, por ley divina, todos los fieles, especialmente durante los denominados días penitenciales. Los actos penitenciales incluyen: la oración, las obras de piedad y las de caridad, la abnegación (mediante el cumplimiento más fiel de las obligaciones personales, por ejemplo) y, muy particularmente, el ayuno y la abstinencia. Estos preceptos están contenidos en el código canónico, el que establece que los días penintenciales son todos los viernes del año y todo el tiempo de cuaresma. Cada Conferencia de Obispos fija los detalles para el cumplimiento de esta obligación pero, en todo caso, no pueden excluirse del ayuno y la abstinencia los Miércoles de Ceniza (comienzo de la cuaresma) y el Viernes Santo. Las personas obligadas son las que han cumplido 14 años de edad y se prolonga hasta los 59 años de edad. Por razones pastorales, a juicio del obispo, estas obligaciones penitenciales pueden ser sustituidas total o parcialmente por otras formas de penitencia, entre las que se recomienda especialmente las obras y prácticas de piedad.

Ahora bien, la abstinencia propiamente tal consiste en privarse de comer carne (según la antiquísima tradición que data desde el Antiguo Testamento (Gen., 2, l6, 17), se circunscribe esta privación a comer carnes de animales de sangre caliente, por lo que quedan excluidos, por ejemplo, las ranas y los peces. También se excluyen las grasas y el tocino, usados como condimentos).

En el Nuevo Testamento, la primera parte del evangelio según San Mateo nos relata cómo Cristo pasó cuarenta días en el desierto sin probar ni bebida ni alimento. No lo hizo sólo por expiación sino que para dejarnos un ejemplo. Pero Cristo no definió días o tiempos de ayuno y abstinencia, Por el contrario, señala que no se puede obligar al ayuno mientras se está con él dejándola para "después que les haya sido quitado el novio". La legislación concerniente a la abstinencia en el Nuevo Testamento fue dada por el Concilio de Jerusalén (49-50 d.c.), prescribiendo "abstinencia de cosas sacrificadas a los ídolos y de sangre y de cosas estranguladas " (Act, xv, 29). Pero ya en los Hechos de los Apóstoles hay indicios de preparar el camino para importantes eventos mediante la abstinencia y el ayuno (Act, xiii, 3; xiv; 22). San Pablo establece la necesidad de abstinencia cuando dice que "quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, (I Cor., ix, 25); y "acreditémosnos como ministros de Cristo en tribulaciones, en apremios y en ayunos " (II Cor., vi, 5), que era lo que él hacía personalmente (II Cor., xi, 27).

Para mayor información, puedes ir al siguiente link: http://www.enciclopediacatolica.com/a/abstinencia.htm#2

Cariñosos saludos.

RESPÓNDAME, POR FAVOR...! Respuestas a una niña

1) ¿Qué valores le entrega su carrera (diaconado)?
  • Antes de nada, debes tener en cuenta que esta profesión no es como las otras profesiones. Es de ejercicio libre y voluntario, pero hay una dependencia de un Patrón que está permanentemente observando qué hacemos y cómo lo hacemos. No es remunerado con un salario, pero se obtienen a cambio muchas compensaciones espirituales que, a la larga, redundan en la calidad de los beneficios materiales (recibidos como "sobre sueldos", je-je!). De esta condición laboral, se disfrutan los siguientes valores (entre otros):
  • espíritu de servicio: que es muy propio del diácono (que, en griego, significa "el que sirve")
  • espíritu de pobreza: pues el servicio del diácono debe ser gratuito para quienes lo reciben
  • espíritu de solidaridad: es un servicio que supone hacer míos las necesidades y carencias de los demás
  • espíritu de fraternidad: pues en el conocimiento del otro uno descubre cuán semejante es a uno mismo y cómo son de comunes los destinos y las angustias que surgen en el camino
  • espíritu de superación y de crecimiento: pues siempre debemos estar dispuestos a mejorar nuestra capacidad de servicio para así cumplir de la mejor forma posible nuestro trabajo
  • espíritu de paciencia y de constancia: pues casi nunca los resultados de nuestro servicio se producen de inmediato
  • espíritu de desprendimiento y de abnegación: pues siempre deberemos estar dispuestos a renunciar a bienes o derechos personales si ellos dificultan nuestra labor de servir a quien lo necesita.
En fin, todo esto potencia un gran y central valor: amarse a uno mismo y amar a los demás de una forma similar.

2) ¿Ha tenido alguna desilusión con respecto a su carrera?
  • Sí; pues como soy simplemente un hombre, casi siempre espero resultados espectaculares de mi trabajo. Y como no hay tales resultados espectaculares, a menudo caigo en la decepción.
3) ¿Cómo ha sido el trayecto de su carrera?
  • Digo que esencialmente azaroso, pues ha estado jalonado de alegrías y tristezas; de auxilios inesperados y de largos períodos de soledad e incertidumbre.
4) ¿Cuál ha sido su mayor decisión? ¿Le tomó mucho tiempo esta decisión?

La mayor decisión que he tomado —pues cambió mi vida para siempre— fue la de aceptar el llamado o invitación a ser un diácono. Esta invitación llegó repentinamente, inesperadamente; y la decisión de aceptarla fue igualmente rápida: según algunos, actué precipitadamente. Con el tiempo, uno entiende que un llamado o invitación de esta especie no es para ser meditado y darle vueltas y vueltas: se toma o se deja. Y cualquiera que sea la decisión, ésta es para siempre.

5) ¿Por qué decidió ser diácono?
  • Hoy pienso que fue por simple vanagloria, por sentirme más capaz que otros para cambiar tanta cosa mala que creía existía en el mundo. Presumía que, de acuerdo con aquello que se dice de que "en el país de los ciegos el tuerto es rey", ser diácono era como un traje a mi medida y merecimiento. Pero, desde los primeros pasos, entendí que talvez Dios llama al diaconado no a quienes tienen más para dar sino a quienes tenemos mucho que recibir.
6) ¿Qué sintió cuando le dijeron que era diácono?
  • ¡Ah! Como en aquella época era todavía muy lolo, traducido al lenguaje de los lolos de hoy, ganas de gritar: "¡Toma, cachito de goma!". De puro vanidoso, no más. ¿Te imaginai lo que es ser el primero en recibir un título profesional de estas características? Como dirían ahora, me sentí "la raja" ; pero pronto aprendí que no era para sentirse así, pues ya en las primeras tareas ministeriales tuve que reconocer que era caleta de indigno. Y aún sigo siéndolo: "siervo inútil… capaz de hacer nada más que lo que tengo que hacer". Nada extraordinario. Más bien, corrientoncito.
7) ¿Qué antivalores ha notado en su carrera?
  • ¡Puf! Creo que, como a San Juan, me faltaría espacio para enumerarlos. Tanto en lo personal, como en la iglesia misma y, desde luego, en el mundo circundante: egoísmo, personalismo, envidia, rencor, animosidad, incomprensión, afán de notoriedad, de poder, ambiciones materiales… Mejor no sigamos, ¿ya?
8) ¿Qué lo incentivó a ser diácono?
  • Tuve modelos de buenos servidores muy próximos: mi familia, en la que descollaron mis padres, siempre atentos a las necesidades de los demás y dispuestos a extender sus manos auxiliadoras. También los amigos que tuve (Sigisfredo, Juan Alberto, Luchín, la Chila, Alicia, Berenice, ¡la señorita Ita —quien me enseñó a leer y a escribir cuando tenía yo sólo cuatro añitos— y su hermana la Esperancita!, mis profesores doña Berta, doña Alicia (de quien estaba yo enamorado ya a mis 7 años), don Pedro (marxista y ateo, pero ¡qué buen cristiano, sin saberlo él!), el señor Barbieris (mi paternal profesor de francés, siempre alternando su cátedra con la transmisión de valores), don Ítalo (mi profesor de Física y Matemática, amistoso y jovial dentro de su italiana estructura de gigante), la Estercita (¡ah, que linda era, mi profesora de Castellano y Literatura, qué suerte tuve de pololear con ella en mi último año de estudiante de educación media en el Liceo Nocturno); el Padre Alfredo, el cura Bernardino, el padre Gonzalo, los padres Juan y Nelson…, el arzobispo don Alberto Rencoret, ¡y especialmente el padre Benedicto, tan querido y recordado!, las monjitas franciscanas —la Panchita, la Atiliana, la Jesuina, la Rosa María y la María Rosa—. Más cercanamente, mi esposa y su querida familia gracias a ella, doña Pepita, y mis cuatro hijos pequeñitos en esa época pero igual de buenos enseñadores… En, fin, la lista es larga, larguísima, caleta de modelos, como puedes ver: ¿qué podía hacer sino contagiarme de su espíritu de servicio sin medida?
9) Una pequeña autobiografía de usted como diácono y persona.
  • Nací en San Miguel (Santiago) el día de difuntos de 1941; mi padre, Ángel Custodio, obrero agrícola en aquella época, emigrante en busca de mejores horizontes laborales en la gran ciudad, ya era padre de mis dos hermanas mayores —Elsa e Hilia— nacidas del matrimonio con mi madre, Rosalba a la que había conocido en la ciudad de Los Ángeles cuando ella era nana en la casa de sus patrones. A mi madre no la conocí, pues murió a los pocos días de haber yo nacido (pero no por mi culpa, ¿eh?). A cambio de ella, tuve a la mamá Yuda, segunda esposa de mi padre, con la que el viejo se casó cuando yo no tenía aún un año: imagino que de ese matrimonio sí fui yo en gran medida responsable (mi papá no sabía cómo cambiarme los pañales). Tuve siete hermanos más: cuatro fueron mujeres, una ya fallecida. Estudié en Santiago, en la Escuela República de Colombia, y la educación media (Humanística en esos tiempos) en los Liceos Diego Portales, de Hombres Nº 6, y finalicé mis estudios en el Instituto-Liceo Nocturno de San Miguel mientras trabajaba como empleado de ventas en la misma curtiembre en que mi padre era obrero especializado. Careciendo de recursos económicos para seguir estudios universitarios, obtuve un empleo como auxiliar administrativo en la tesorería provincial de Llanquihue, en Puerto Montt, en 1960, el año del terremoto. Aquí conocí a mi esposa, doña Pepita, cuando ambos colaborábamos en la Juventud Estudiantil Católica (JEC). Nos casamos en 1963. Tenemos cuatro hijos, de cuyos matrimonios hemos recibido 11 nietos más otro que viene en camino. Después de varios intentos de terminar carreras universitarias (obstetricia, ingeniería en alimentos marinos, administración) logré, ya harto viejito, mi título de Profesor de Estado en la universidad de Playa Ancha (UPLA). Durante la realización del Concilio Vaticano II, fui invitado por el arzobispo don Alberto Rencoret a integrar como secretario la Comisión del Primer Sínodo Arquidiocesano, junto al Padre Piccardo, sor Atiliana y sor Francisca (la Panchita), franciscanas, y don Alfredo Espinosa, que era Redactor de El Llanquihue. En 1970 fui llamado por el arzobispo Rencoret para el diaconado permanente, restablecido por el Concilio. Fui ordenado el 24 de mayo de 1970 por el mismo arzobispo Rencoret junto al Padre Piccardo, en la Parroquia San Alberto de Crucero, siendo párroco Juanito Espinoza. Como diácono me ha correspondido prestar servicios en distintas parroquias y comunidades. El servicio más prolongado (25 años) ha sido en la Casa San José, junto al fallecido Padre Benedicto Piccardo. Allí sigo aún, con la gracia de Dios y la paciencia (santa paciencia) de las monjitas del San José, y colaborando en la catequesis familiar del Colegio Arriarán Barros.