Meditación de S.S. Benedicto XVI al concluir el Vía Crucis del Coliseo en la noche del Viernes Santo 2007.
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo a Jesús en el camino de su pasión, vemos no sólo la pasión de Jesús, sino que también vemos a todos los que sufren en el mundo. Y esta es la profunda intención de la oración del Vía Crucis: abrir nuestros corazones, ayudarnos a ver con el corazón.
Los Padres de la Iglesia consideraron como el pecado más grande del mundo pagano su insensibilidad, su dureza de corazón, y les gustaba mucho la profecía del profeta Ezequiel: «quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36, 26). Convertirse a Cristo, hacerse cristiano, quería decir recibir un corazón de carne, un corazón sensible a la pasión y al sufrimiento de los demás.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, intocable en su beatitud. Nuestro Dios tiene un corazón, es más, tiene un corazón de carne. Se hizo carne precisamente para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en nuestros sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y despertar en nosotros el amor por los que sufren, por los necesitados.
Recemos en estos momentos al Señor por todos los que sufren en el mundo, pidamos al Señor que nos dé realmente un corazón de carne, que nos haga mensajeros de su amor no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida. Amén.
Comentario del diácono:
En mis momentos de reflexión de hoy, he encontrado muy pertinente los pensamientos del Santo Padre en torno a los sufrimientos de Cristo en el camino de su pasión. Si bien casi siempre nos quedamos en la periferia del significado de las enseñanzas, asumiéndolas como algo genérico que guardamos a beneficio de inventario con un : "sí, tal vez alguna vez pudiera ocurrirme a mí", o con una tibia constatación de que algo así está ocurriendo, pero lejos de nosotros: "¡Ah, pobre gente!" Estos son signos de que efectivamente nuestro corazón es de piedra y no de carne. Dejamos pasar los acontecimientos como si fueran ajenos a nosotros, así si estos nos afectan directamente o suceden a nuestro alrededor próximo o distante. No somos capaces de visualizarlos con una conciencia crítica; cuando más, encontraremos una justificación a nuestra actitud con un resignado (¡uf, qué alivio!) "esto es algo acerca de lo cual nada puedo yo hacer". Ésa es nuestra dureza de corazón. Y de mollera, claro. Si no somos capaces de creer por las palabras de Jesús al menos deberíamos creer por las obras. Las obras están y se dan caleta de veces, a cada instante, sólo que somos incapaces de internalizarlas para reconocer en ellas la intervención providencial de Dios. ¿Falta de espíritu o falta de entendimiento? Yo digo que ambas. Y en ese contexto se daba, especialmente en los tiempos de Jesús, cuando se pensaba que la inteligencia era una función que estaba radicada en el corazón. Así, expresar que se tenía un corazón duro como la piedra, significaba, además, lo mismo que ahora cuando le decimos a alguien que tiene cabeza de alcornoque. El corazón de piedra de los apóstoles les impidió comprender la profunda realidad de los acontecimientos que compusieron la vida, la palabra, la pasión, muerte y resurrección del Señor. Y fue sólo al influjo del propio Espíritu del Señor que ese corazón se trocó en un corazón de carne, es decir, sensible aún a los más pequeños estímulos. Podríamos afirmar que con la Resurrección no sólo concluyó definitivamente la vinculación del hombre con la antigua ley, sino que, además, en el corazón quedó radicado, como su único dominio, el amor, la sensibilidad particular que nos incita a aproximarnos a quien sufre, aunque no sea más que por simple curiosidad o simpatía, y que nos abre las puertas al conocimiento del otro... y llegar así a amarlo, en la forma en que solemos expresarlo para demostrar nuestra absoluta disposición, "hasta las últimas consecuencias"; es claro que para Jesús las últimas consecuencias significan no menos que "dar la vida por el que se ama". ¿Es racional esta posición extrema? Ya sabemos que desde sus comienzos el amor cristiano ha sido tildado como una locura. ¡Hermosa y sublime locura a cuya inteligencia se ha llegado por la sangre de Cristo que, por la Eucaristía, puede ahora fluir de nuestro corazón cargada de afectividad, para animar cada gesto de nuestro cuerpo y cada pensamiento de nuestro cerebro! Allí, en esa locura, está el nuevo nexo que se establece entre nuestro corazón de carne y nuestra cabeza de alcornoque, árbol que se torna dócil y flexible al beber la savia rejuvenecedora que nos comunica nuestra propia resurrección: una vida nueva! Y sin movernos de nuestro escritorio.
(Tomado de CatholicNet)
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo a Jesús en el camino de su pasión, vemos no sólo la pasión de Jesús, sino que también vemos a todos los que sufren en el mundo. Y esta es la profunda intención de la oración del Vía Crucis: abrir nuestros corazones, ayudarnos a ver con el corazón.
Los Padres de la Iglesia consideraron como el pecado más grande del mundo pagano su insensibilidad, su dureza de corazón, y les gustaba mucho la profecía del profeta Ezequiel: «quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36, 26). Convertirse a Cristo, hacerse cristiano, quería decir recibir un corazón de carne, un corazón sensible a la pasión y al sufrimiento de los demás.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, intocable en su beatitud. Nuestro Dios tiene un corazón, es más, tiene un corazón de carne. Se hizo carne precisamente para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en nuestros sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y despertar en nosotros el amor por los que sufren, por los necesitados.
Recemos en estos momentos al Señor por todos los que sufren en el mundo, pidamos al Señor que nos dé realmente un corazón de carne, que nos haga mensajeros de su amor no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida. Amén.
Comentario del diácono:
En mis momentos de reflexión de hoy, he encontrado muy pertinente los pensamientos del Santo Padre en torno a los sufrimientos de Cristo en el camino de su pasión. Si bien casi siempre nos quedamos en la periferia del significado de las enseñanzas, asumiéndolas como algo genérico que guardamos a beneficio de inventario con un : "sí, tal vez alguna vez pudiera ocurrirme a mí", o con una tibia constatación de que algo así está ocurriendo, pero lejos de nosotros: "¡Ah, pobre gente!" Estos son signos de que efectivamente nuestro corazón es de piedra y no de carne. Dejamos pasar los acontecimientos como si fueran ajenos a nosotros, así si estos nos afectan directamente o suceden a nuestro alrededor próximo o distante. No somos capaces de visualizarlos con una conciencia crítica; cuando más, encontraremos una justificación a nuestra actitud con un resignado (¡uf, qué alivio!) "esto es algo acerca de lo cual nada puedo yo hacer". Ésa es nuestra dureza de corazón. Y de mollera, claro. Si no somos capaces de creer por las palabras de Jesús al menos deberíamos creer por las obras. Las obras están y se dan caleta de veces, a cada instante, sólo que somos incapaces de internalizarlas para reconocer en ellas la intervención providencial de Dios. ¿Falta de espíritu o falta de entendimiento? Yo digo que ambas. Y en ese contexto se daba, especialmente en los tiempos de Jesús, cuando se pensaba que la inteligencia era una función que estaba radicada en el corazón. Así, expresar que se tenía un corazón duro como la piedra, significaba, además, lo mismo que ahora cuando le decimos a alguien que tiene cabeza de alcornoque. El corazón de piedra de los apóstoles les impidió comprender la profunda realidad de los acontecimientos que compusieron la vida, la palabra, la pasión, muerte y resurrección del Señor. Y fue sólo al influjo del propio Espíritu del Señor que ese corazón se trocó en un corazón de carne, es decir, sensible aún a los más pequeños estímulos. Podríamos afirmar que con la Resurrección no sólo concluyó definitivamente la vinculación del hombre con la antigua ley, sino que, además, en el corazón quedó radicado, como su único dominio, el amor, la sensibilidad particular que nos incita a aproximarnos a quien sufre, aunque no sea más que por simple curiosidad o simpatía, y que nos abre las puertas al conocimiento del otro... y llegar así a amarlo, en la forma en que solemos expresarlo para demostrar nuestra absoluta disposición, "hasta las últimas consecuencias"; es claro que para Jesús las últimas consecuencias significan no menos que "dar la vida por el que se ama". ¿Es racional esta posición extrema? Ya sabemos que desde sus comienzos el amor cristiano ha sido tildado como una locura. ¡Hermosa y sublime locura a cuya inteligencia se ha llegado por la sangre de Cristo que, por la Eucaristía, puede ahora fluir de nuestro corazón cargada de afectividad, para animar cada gesto de nuestro cuerpo y cada pensamiento de nuestro cerebro! Allí, en esa locura, está el nuevo nexo que se establece entre nuestro corazón de carne y nuestra cabeza de alcornoque, árbol que se torna dócil y flexible al beber la savia rejuvenecedora que nos comunica nuestra propia resurrección: una vida nueva! Y sin movernos de nuestro escritorio.